El interculturalismo es un signo de los tiempos, una suerte de nuevo fantasma que recorre el mundo y que lo recorre en un sentido exactamente inverso al llamado proceso culturalmente uniformizante de globalización. La obtención de legitimidad de las reivindicaciones culturalistas es el anverso de la pérdida de legitimación de las pretensiones universalistas de la cultura occidental. Se dice por eso justamente que las tribus están “regresando”: siempre estuvieron allí, pero fueron sojuzgadas por sistemas políticos universalistas y uniformizantes que minimizaron su relevancia.
Es preciso abandonar las posiciones simplistas o fundamentalistas. Debemos evitar recaer en una nueva forma de fundamentalismo, que consistiría en aferrarnos a una de las posiciones en disputa, aun a sabiendas de la relatividad de su valor. La dialéctica forma parte de la solución, reconociendo la validez de las posiciones contrapuestas, para encontrar un terreno consensual común en defensa de los derechos humanos.
Desde las posiciones culturalistas se cuestiona la concepción individualista e instrumental subyacente a la noción de derechos humanos, concepción que es, sí, propia de la cultura occidental, pero que quiere hacerse pasar por una concepción válida en un sentido universal, es decir, supuestamente independiente de condicionamientos culturales y consecuentemente vinculante para todos los seres humanos. Aceptar acríticamente la concepción de los derechos humanos equivaldría, según estos críticos, a aceptar la cosmovisión occidental que los sostiene y que privilegia el individualismo, la utilización tecnológica de la naturaleza y el dominio de las leyes del mercado.
Como respuesta a este planteamiento es que aquellas críticas a los derechos humanos no serían sino un débil recurso de legitimación, un encubrimiento ideológico, de las frecuentes violaciones de estos derechos en los países en los que las críticas se formulan. Parece ser un recurso habitual de los gobernantes de aquellos países el apelar a las características propias de su cultura para legitimar estas violaciones.
Este primer nivel de confrontación abierta se va haciendo sentir cada vez con más fuerza en las negociaciones y los debates actuales sobre los derechos humanos. En ambas posiciones se ejerce una actitud de suspicacia respecto del discurso ideológico del interlocutor, de modo que el diálogo es prácticamente imposible.
Lo más interesante de este debate es justamente lo que no se escucha, que suelen ser las posiciones que asisten a los culturalistas:
- En primer lugar, no hay ninguna fundamentación convincente de la validez universal de los derechos humanos.
- Una segunda razón es la denuncia de la cultura del individualismo subyacente a la concepción de los derechos humanos. Ejemplos: el derecho a la libertad individual viene con la ley del mercado, y el derecho a la libertad de expresión con el derecho a la propiedad privada de los medios de comunicación.
- Un tercer argumento se refiere a la contradicción en la que incurre la sociedad democrática moderna cuando sostiene que la legitimidad de las decisiones políticas reposa sobre el principio de la participación de todos los involucrados, pero prescinde al mismo tiempo de la opinión de las grandes mayorías de los países de la periferia respecto de las grandes decisiones políticas, económicas o jurídicas que regulan en buena cuenta la vida internacional. Hoy más que nunca, que las decisiones tomadas en los centros financieros, o en las grandes potencias, o en el seno de los nuevos organismos de integración regional, tienen repercusiones decisivas sobre la vida económica, social o política de muchos pueblos de la tierra.
- En cuarto lugar, se critica también de la concepción de los derechos humanos su fuerza corrosiva indirecta con respecto a las tradiciones culturales no occidentales. Al hacer valer los derechos de un sujeto desarraigado de toda tradición, y concebido en su mera humanidad neutral, se están desvalorizando los contextos culturales a los que pertenecen los individuos y minando las bases de su legitimación.
- Por último, se cuestiona es la hipocresía del mundo occidental rico, que encubre la injusticia de facto del orden económico y el orden político internacional por medio de un discurso moral que legitima de iure su posición de dominio. Los derechos humanos son como los principios del liberalismo: tienen vigencia plena sólo en condiciones ideales de igualdad y bajo el supuesto de que las reglas de juego sean compartidas por todos. En el mundo real, las condiciones de partida han sido y siguen siendo de desigualdad, de asimetría. La distribución de los bienes, de la riqueza, de las oportunidades y, sobre todo, de las decisiones económicas y políticas, es notoriamente desigual, y las reglas de juego vigentes no parecen sino perpetuar este orden, o este desorden, internacional.
Ahora bien, el defensor de los derechos humanos tiene un par de buenos argumentos en su favor. En primer lugar, desde su posición moral universalista está en condiciones de llamar la atención sobre el lado negativo de la tesis que el culturalista defiende porque sólo parece ver su lado positivo. Puede, en otras palabras, llamar la atención sobre el carácter virtualmente represivo y etnocéntrico de las tradiciones. En su defensa de la autonomía y la identidad de la propia tradición, el culturalista olvida que esa misma tradición puede ser fuente de represión de personas o grupos que forman parte de ella. El segundo buen argumento es su denuncia de la utilización política del culturalismo por parte de muchos gobiernos autoritarios en el mundo.
Frente a semejante heterogeneidad, y teniendo en cuenta que las posiciones opuestas parecen gozar de validez relativa, muchas veces la reacción natural consiste en restablecer el fundamentalismo. En lugar de aprender de las críticas, nos aferramos a la posición originaria.
Tenemos que abandonar el fundamentalismo. Y eso sólo puede hacerse reconociendo la validez relativa de las posiciones en disputa, es decir, reconociendo que el punto de partida es una verdadera controversia. Hay buenas razones que asisten a ambas partes, y que esas razones los conciernen tanto en un sentido positivo como en un sentido negativo.
Un consenso dialéctico sería aquél que resultase del reconocimiento de un conjunto de reglas comunes, para el cual no fuese necesario renunciar a los principios de la propia cosmovisión cultural. Para reconocer una serie de derechos humanos comunes, no tendría por qué ser necesario, por ejemplo, renunciar a la cosmovisión religiosa de una cultura particular, ni, menos aún, tener que admitir simultáneamente la ruptura de la solidaridad social o la necesidad de la racionalidad instrumental de la sociedad de mercado. En cierto modo, las diferentes Declaraciones de los Derechos Humanos, en la medida en que han sido reconocidas y firmadas por estados particulares, constituyen una forma de consenso dialéctico. Pero son aún una forma muy incipiente, porque su vigencia está siendo puesta constantemente en cuestión por los fundamentalismos de viejo y de nuevo cuño.
Estas palabras han sido extraídas del texto Los derechos humanos en un contexto intercultural de Miguel Giusti disponible en la Sala de Lecturas de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura http://www.oei.es/historico/valores2/giusti2.htm